Debutando en el Santiago Bernabéu





 

Años habían pasado, miles de ilusiones habían corrido y sueños incontables habían alumbrado mis noches placenteras. Y en ese momento, había llegado el día, iba a pisar por primera vez el templo blanco. Mi cara plasmaba una sonrisa, y no había nada ni nadie que pudiera borrarla.

Podía escuchar, podía sentir, como ochenta mil almas jadeaban y dejaban correr su sentimiento merengue.  Esa afición que había podido ver a grandes iconos como Di Stefano, Gento, Juanito, Butrageño o Zidane y, aún así, seguían sedientos de glorias y éxitos como el primer día.

 Mi  piel se erizaba y mis piernas se tambalean por cada segundo que pasaba. Vi la camiseta a mi lado, la acaricie con la yema de mis dedos para sentir su textura y cerré los ojos para recordar todo mi camino.


De niño, cuando aún me costaba entender cómo funcionaba todo esto del futbol, mi gusto por los equipos solo se orientaba por lo bonito que fuera el escudo del club. Deportivo, Rayo, e incluso el Lleida, pero a la vez también un sencillo pero elegante emblema coronado como si de un rey se tratara, me llamaron la atención. Me fui apasionando al balón con esos equipos rondando mi cabeza.

Cuando mi mente fue alumbrándose por pases, toques y disparos la cosa iba más clara, de todos ellos había un equipo con una elegancia, serenidad y clase inigualable. Desde ese momento el blanco fue mi color favorito, el Real Madrid mi equipo y Laudrup mi ídolo.

Jamás olvidare aquel partido mágico donde el mismo Laudrup y el chileno Zamorano pintaron al Dream Team como si de un equipo de colegio se tratara. Lloré con la marcha del 9 al Inter, como si fuera una final perdida, y ya incontable la del 10 en busca de su retiro dorado. Pero ahí ya tenía un nuevo ídolo, con su media melena, Fernando Redondo.

En el año 1998, me di cuenta porque los ancianos hablaban de tan grande equipo. Después de apear de la competición a dos rocosos equipos alemanes, nos plantamos en la final de la competición más importante, la copa de Europa. Y en contra de los pronósticos, Mijatovic nos dio la séptima, e hizo que sintiera una de las mayores alegrías de mi vida. En ese momento, pude sentir corriendo por mis venas el orgullo de que mi equipo se coronara como el mejor equipo del continente. Y lo volvería a ver dos años después, con la misma ilusión.

Empezaba el Madrid de los galácticos, con Zinedine Zidane a la bandera. El galo terminó por conquistarme, por enamorarme del futbol y provocarme un deseo para que llegara el domingo para ver el partido.  Elegancia y señorío se unieron en una, y todo equipo envidiaba y respetaba al equipo más grande de la historia.

De ahí hasta ahora solo ha habido período confuso, pero aun así el sentimiento es el mismo. Porque aunque se gane o se pierda seguiremos con la misma ilusión, garra y fortaleza para levantar de nuevo todas las copas que acaparan nuestra vitrina. Porque he aprendido, que con ganar no basta, somos el Madrid y la excelencia es lo que cuenta. Las minucias, los breves períodos de tiempo de gloria, se lo dejamos a otros. Para nosotros siempre quedara la gloria de la eternidad.

Todo eso hizo que mi corazón se pintara de blanco para el resto de mis días. Algunos dicen que con eso nace, otros que se hace, pero realmente ¿qué más da? Lo bonito es ser del Madrid, llorar juntos en los fracasos y celebrar las victorias. Siempre que me preguntan “¿Y por qué del Madrid?” se me pasan mil respuestas ingeniosas por la cabeza, pero ninguna que lo resuma mejor que “¿Y por qué no?”. Porque no seré yo el que no sepa valorar el futbol de verdad y el que no tenga criterio para reconocer el verdadero sentimiento madridista.

Había terminado de recordar el por qué ese día era el más importante de mi vida. Suspiré profundamente y me engalane con la camiseta. Ya listo, anduve para salir al campo, sintiendo como los tambores redoblaban  avisando que ya no había vuelta atrás. Había llegado el momento de la verdad.

Me posicioné en mi sitio para gritar a la salida de los jugadores. A mi espalda, llevaba el número 12, el que pertenece a los aficionados, porque sin nosotros solo serían personas dándole patadas a un balón. Nosotros hacemos que se conviertan en iconos de una gran pasión, en leyendas de una gran fábula.

Escuché el himno, sentí la marea blanca y fui uno más. Los cánticos se iban turnando, y en pocos minutos en mi cabeza resonaba la letra ya aprendida. Realmente me daba igual quien estuviera a mi lado, delante o atrás, iba a gritar hasta quedarme afónico, hasta liberar toda la emoción que mi cuerpo albergaba.

Pensaba en como mis amigos lo estarían viendo por un bar y sonreí ampliamente, para gritar aún más fuerte. Estaba allí, pero es como si ellos estuvieran conmigo, como si todo el estadio, como si todo el madridismo se uniera a la misma vez para gritar y alentar a sus jugadores en búsqueda de la victoria. Las sensaciones eran indescriptibles.

El partido empezó y los cánticos, lejos de desaparecer, iban en aumento. Todo el estadio se convirtió en una única voz grupal y, actuando de director de orquesta, guiamos al equipo en su juego. Pase al centro, hacia la banda, regatea, se perfila, centra, remata y…… ¡uy! ¡uy! ¡uyyyyyyy! Mi corazón empezaba a avisarme de la dureza del partido.

Mis ojos se despegaban un momento del césped, para ver cada una de las gradas, ellas estaban repletas de gargantas que amenazaban con quedarse afónica. Realmente lo sentían, y me sentía feliz por saber que ese sentimiento tan grandioso estaba presente en la vida de tantas personas.

El partido siguió y en una jugada aislada, donde cualquiera podría pensar que nada se podía hacer, ahí apareció un joven chico con una camiseta blanca llevado a volandas por ochenta mil corazones y remató a puerta. ¡Gooooooooooool! ¡Había marcado! Mis brazos se levantaron hacia el cielo, se me cerraron los ojos y un grito ensordecedor salió de mis labios.

Cuando recobré el sentido, me di cuenta que estaba abrazado al aficionado de mi lado. Lo miré, a la vez que él me miraba, y lo volví a abrazar, para gritar a la vez de nuevo el gol. Eso era lo bonito, la capacidad de unir a la gente en tan pocos minutos, con tan poco esfuerzo… con tal grandeza.

Los jugadores saben que se deben a su público, y ese partido no fue una excepción, sudaron sangre para conseguir la victoria que dejara feliz, que devolviera todo lo entregado, a la afición. Al terminar el partido, con todo el mundo aplaudiendo al equipo, algunos se acercaron a dar las gracias. Pero chavales, no hace falta, las gracias se dan cuando jugáis así al futbol, es lo que realmente queremos.

La noche mágica había llegado a su fin. Sin aún era posible, ese partido me había convertido en más madridista. Al salir del estadio aún seguía cantando y danzando de alegría, y una vez fuera miré alrededor del estadio. Había multitud de pisos, y mi sueño ahora era tener una casa ahí. ¿Locura? Quizás, pero no hay apuesta más segura que apostar tu ilusión por este equipo, por el Real Madrid.

Y algunos os preguntaréis que partido fue, pero ¿qué más da? Si sentís el Madrid como yo, sabréis que da igual que el partido sea contra el Numancia que contra el Manchester, hay que jugar y ganar igual. Es lo que tiene ser el mejor equipo del mundo, que ya no luchas por entrar en la historia del futbol, pues esa historia la has hecho tú, sino que te debes a los millones de aficionados, a hacerlos felices cada domingo.

Hoy por hoy, y para siempre, diré ¡Hala Madrid!