Cuando uno va al Bernabéu sabe que llega a un estadio único. Ese aroma a fútbol del que uno puede empaparse en los bares de los alrededores se multiplica por 1000 cuando se accede al graderío de Chamartín. El partido puede ir mejor o peor, pero si hay algo que en el estadio blanco no se perdona bajo ningún concepto es la indolencia.
Palabras como pasotismo, falta de esfuerzo, entrega mínima o no sudar la camiseta son parte del diccionario prohibido que todo jugador que llega al Real Madrid sabe que no puede abrazar jamás si quiere ganarse el respeto de una afición exigente. Si jugadores como Di Stéfano, Zidane, Ronaldo, Raúl, Cristiano Ronaldo y tantos otros han sido pitados en el feudo merengue ha sido por algo (con más o menos razón, también hay que decirlo).
El Madrid se vació hasta la extenuación ante el Valencia. Igualó un 0-2 en contra y murió en el área visitante buscando un gol que no le daba ningún título, sino una vida extra en la Liga. Aun así, y jugándose en 4 días una eliminatoria Champions ante la Juventus para acceder a la finalísima del torneo, el equipo de Ancelotti lo intentó por tierra, mar y aire. Un portero excepcional como Alves y tres tiros a los palos son una carta de presentación más que meritoria para ganar un partido. No fue el día y el balón no quiso dar una última alegría.
A lo que voy es que, tras perder prácticamente esta Liga con el 2-2, el Bernabéu no tiró de uña para despedir a su equipo. Al contrario. Hubo aplausos cuando el equipo se retiraba a los vestuarios. Un premio por el esfuerzo y el sacrificio, por la entrega y el empeño. Seguro que esos aplausos llevaban una parte de dolor por los puntos que se habían escapado, pero también llevaban una muy alta proporción de orgullo y agradecimiento por el esfuerzo. El Bernabéu premia caer con honor después de darlo todo. Lo dice la ley no escrita del Real Madrid. Y eso es sagrado.
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